domingo, 28 de febrero de 2021

¡BIP!

Hay poca gente y la fila es corta. Es temprano. Eligió ese horario para evitar complicaciones innecesarias. Es una sucursal pequeña, tan sólo tres cajas –sólo una funcionando- que bastan para la poca gente del sector. Pero es lunes, casi una docena de personas espera su turno. ¡Bip! suena la señal, y el hombre canoso que encabeza la fila se acerca a la caja.

    Él avanza también, después de la chica huesuda y la mujer de gafas que la precede. Mira el reloj: las nueve y cuarto. Lleva ya siete minutos. Hace frío. El hombre canoso sigue en la caja. La mujer de gafas sigue a la cabeza de la fila y la chica flaca la secunda. Mira el reloj otra vez pero ningún número ha cambiado. El tiempo parece alargarse, la fila también, siente pasos a su espalda, pasos de hombre. Mira el reloj: ocho minutos.

    ¡Bip! Es el turno de la mujer de gafas. Otra vez el tiempo parece estancarse. Debería pensar en otra cosa para matar el tiempo sin acentuar los nervios pero teme olvidar algo. Fija su atención en la cajera, en sus movimientos mecánicos, su semblante serio, su palidez… de pronto lo sobresalta el sonido de un impacto: la chica flaca, cargada de carpetas, ha dejado caer el teléfono al suelo. En un acto reflejo él se inclina para recogerlo, pero se detiene a medio camino, sin sacar las manos de los bolsillos, turbado. Ella lo mira de reojo y recoge el aparato. Lo ha descubierto, lo sabe todo ¡qué torpeza! Pero no, no puede saberlo, a lo sumo sospecha ¿sospechar qué? No hay nada de raro, no es tan raro hacer amagos de amabilidad hoy en día. Todo sigue igual, el plan sigue igual, no nos desviemos con insignificancias. Suena otra vez el bip, pase usted, señora de gafas, adiós canoso, salga pronto… nos acercamos al objetivo. Está tranquilo ahora. Todo va perfecto. El plan es perfecto, rápido, discreto, planificado en detalle, nada puede salir mal. Evita mirar hacia la cámara; sabe que no está grabando –se lo dijo un amigo, que trabajó allí de guardia-, pero aún así lo inquieta.  ¡Bip! Avance, flaquita. Vamos, ya casi estamos frente a la cajera, la pálida cajera de melena oscura, de mirada oscura. ¡Bip! es la hora. La flaca guarda su dinero y al pasar junto a él lo mira a los ojos. No sabes nada, flaca, vete, corre. Se acerca a paso firme hasta la caja y esos oscuros ojos lo inquieren con desgano, pero ahora que ven hacia abajo –al papel que él le ha entregado- se agrandan, y el rostro pálido se vuelve transparente y la boca se abre pero no dice nada, no vayas a decir nada, le dice con la mirada y ella obedece, o parece obedecer porque antes de recibir lo que quiere él siente el golpe en la nuca, y desde el suelo ve al guardia que se le echa encima y lo agarra a patadas, la mujer de las gafas lo golpea con la cartera y hasta el hombre canoso le asesta una senda patada en la boca del estómago, y también la flaca, ella sabía, pero no sabe porqué, no sabe lo que ha pasado antes, no sabe lo que es la desesperación, nadie tiene idea y a nadie le importa, ellos sólo golpean, maldicen, castigan, juzgan. Ellos lo señalan con el dedo.

    ¡Bip! La flaca guarda el teléfono en la mochila y camina hacia la caja. Ahora es él el primero en la fila. El primero de muchos, como puede percibir por el rabillo del ojo al mirar disimuladamente hacia la ventana. Afuera se está despejando, pero ve a los transeúntes agarrar con fuerza sus abrigos y bufandas. Él siente ese frío, a pesar de que transpira de pies a cabeza, es capaz de sentir todo el frío del invierno concentrado en el revólver que le congela la mano.

    Suena una vez más el bip. Es su turno, pero en lugar de avanzar se da media vuelta y camina rápido hacia la salida.

 

D.S.C.

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